La pena de
muerte (o pena capital para los más sensibles) es un asunto coyuntural
que no puede pasar inadvertido en nuestro país. Sin embargo, para muchos
de los creyentes (católicos y protestantes) suele ser un tema escabroso
y ambivalente.
Es cierto que la iglesia ha mantenido posiciones
antagónicas respecto a la pena de muerte a lo largo de la historia, ya
sea por conveniencia o debido a la presión social de la época, y, para
poder superar la opinión de los meapilas, quienes tergiversan los textos
bíblicos a su antojo, y la de los “cristianos liberados” que poco o
nada saben sobre la voluntad divina (la Biblia), es necesario conocer la
posición de los exégetas, teólogos, papas y santos; pero sobre todo, es
más importante resaltar ciertos pasajes de las escrituras para que no
queden dudas sobre la opinión que debería regir sobre los creyentes,
que, en su gran mayoría, están acostumbrados a no leer o a interpretar
las escrituras caprichosamente, sobre todo para justificar conductas
reprobables y esos fines de semana nocturnos en los que “el Diablo” hace
de las suyas, y que todos nosotros (digo nosotros para practicar la
empatía) conocemos bastante bien.
Veamos, pues, algunos pasajes bíblicos (Reina-Valera) concordantes con la pena de muerte:
“Si alguien derrama la sangre de un ser humano, otro ser humano
derramará la de él, porque Dios hizo al ser humano a su imagen y
semejanza”. (Gén. 9; 6)
“(30) Un asesino sólo podrá ser condenado
a muerte con base en el testimonio de varios testigos. Nadie podrá ser
ejecutado por el testimonio de un solo testigo. (31) Ustedes no deben
aceptar ningún pago a cambio de la vida de un asesino que sea condenado a
muerte. Debe ser ejecutado.” (Núm. 35; 30-31)
“No corrompan con
asesinatos la tierra donde viven porque el asesinato contamina el
territorio que habitan. El único pago por un asesinato es la muerte del
asesino”. (Núm. 35; 33)
“Y los que quedaren oirán y temerán, y no volverán a hacer más una maldad semejante en medio de ti” (Deut. 19; 20).
“Por cuanto no se ejecuta luego sentencia sobre la mala obra, el
corazón de los hijos de los hombres está en ellos dispuesto para hacer
el mal” (Ec. 8; 11).
“(3) Las autoridades no están para que los
que hacen el bien les tengan miedo. Por lo tanto, los que deben temerles
son los que hacen maldades. Así que si no quieres tener miedo, haz el
bien y te felicitarán (4) porque el que gobierna es un siervo de Dios
para tu beneficio. Pero si haces cosas malas, ten cuidado, porque el
gobernante tiene el poder para castigarte y seguro que usará su poder.
Él es el siervo de Dios para castigar a los que hacen lo malo” (Rom. 13;
3-4).
“Si soy culpable de algún delito o he hecho algo para
merecer la muerte, no estoy tratando de escapar de ella. Pero si no hay
nada cierto en los cargos que estos tienen en mi contra, nadie tiene
derecho de entregarme a los judíos. Pido ser juzgado ante el emperador”
(Hechos 25; 11).
Sobre lo expuesto, es muy probable que la
feligresía de cualquier bando haga oídos sordos de lo que de boca para
afuera venera. Seguramente se recurrirá al viejo y recurrente argumento:
“Si Diosito le ha concedido la vida al hombre, solo él puede
arrebatársela”. Supongamos que es así, y siguiendo la misma lógica, ¿no
debería pensarse del mismo modo sobre la privación de la libertad?
“¿Quién rayos es el hombre para arrebatarle la libertad a otro ser
humano si Diosito nos ha creado libres?”
Los más aventureros,
los que reniegan del Antiguo Testamento, buscarán «…resolver el problema
diciendo que el Nuevo Testamento supera al Antiguo, que el espíritu
evangélico revoca la ley mosaica. Pero con esta actitud tampoco se
respeta la Palabra, en este caso la del mismo Jesucristo, quien
declaraba «no he venido para revocar la Ley sino para completarla»,
advirtiendo que «no pasaré por alto ni un punto de la Ley» (Messori,
2000).
Se supone que el derecho a la vida es superior al de la
libertad, y, por lo tanto, es más humanitario restringir la libertad de
un individuo por muchos años (incluso de modo perpetuo) que condenarlo a
muerte. Dudo mucho que Giordano Bruno haya pensado de ese modo. Pero
tomemos el ejemplo de Jesucristo, quien decidió someterse a la ley
romana que lo condenó a morir crucificado por el delito de sedición.
Sobre este punto, es importante conocer la reflexión del teólogo Romano
Amerio: “…la religión no ve la vida como un fin sino como un medio con
una función moral que trasciende todo el orden de los valores mundanos
subordinados. […] quitarle la vida no equivale a quitarle al hombre la
finalidad trascendente para la que ha nacido y que constituye su
dignidad. En el rechazo a la pena de muerte se percibe un sofisma
implícito: o sea que, al matar al delincuente, el hombre, y en concreto
el Estado, detenta el poder de truncar su destino, sustrayéndole su
función última, quitándole la posibilidad de cumplir su oficio de
hombre. […]En efecto, al condenado a muerte se le puede quitar la
existencia terrena, pero no su finalidad en la vida. […] desde la
perspectiva religiosa, la muerte impuesta por un hombre a otro no puede
perjudicar ni al destino moral ni a la dignidad humana”.
A pesar
de lo expuesto, algún meapilas preocupado por la legalidad dirá: “El
sistema judicial es corrupto y mediocre, podría condenar a muchos
inocentes a la pena de muerte como se hacía en las dictaduras del pasado
y también se hace aún en el presente”. De acuerdo, es cierto que
existen “jueces” como el Chancho Guevara que, tras un juicio sumario de
veinticuatro horas, mandaba a fusilar a mucha gente (incluidos sus
esbirros), pero debemos recordar que en el cielo está un juez justo y
omnisciente que enmendará, en la otra vida, todo el daño que se pudiera
haber ocasionado en esta efímera vida terrenal… ¡hombres de poca fe!
Por su parte, el periodista y escritor católico, Vittorio Messori,
señala que: “La Iglesia católica (con el consenso, por otro lado, de las
ortodoxas y protestantes y exceptuando a algunas pequeñas sectas
heréticas de los propios reformados) nunca ha negado que la autoridad
legítima posea el poder de infligir la muerte como castigo. La propuesta
de Inocencio III, confirmada por el Cuarto Concilio de Letrán de 1215,
según la cual la autoridad civil «puede infligir sin pecado la pena de
muerte, siempre que actúe motivada por la justicia y no por el odio y
proceda a ella con prudencia y no indiscriminadamente» es materia de
fide. Esta declaración dogmática confirma toda la tradición católica
anterior y sintetiza la posterior. De hecho, hasta ahora no ha sido
modificada por ninguna otra sentencia solemne del Magisterio”.
Es necesario recordar que tras el surgimiento del Movimiento Humanista
en los años setenta y la consolidación de la alcahuetería de los
Derechos Humanos de los delincuentes, la iglesia (tanto católica,
ortodoxa y protestante) se ha adherido convenientemente a la tesis
abolicionista, olvidándose de las prescripciones bíblicas antes
señaladas. Actualmente, la posición mayoritaria arguye a favor de la
redención de lo irredimible, la expiación de los pecados por otros
medios distintos de la muerte (¿acaso Jesús no nos dio un buen ejemplo
al someterse voluntariamente a la pena de muerte que se le impuso?).
Los seudohumanistas garantizan el derecho a la vida de quienes violan
sin reparo los derechos fundamentales de otras personas (entiéndase
sobre todo el derecho a la vida, a la integridad física y a la libertad e
indemnidad sexual), por lo tanto, niega la legítima defensa de la
sociedad (la de eliminar al elemento sumamente peligroso) y de este
modo, el restablecimiento del orden social en general.
A modo de
conclusión, respecto al tema en boga, Tomás de Aquino ofrece una
elucidación para los irreligiosos de la fe católica y protestante: «La
muerte que se inflige como pena por los delitos realizados, levanta
completamente el castigo por los mismos en la otra vida. La muerte
natural, en cambio, no lo hace.»
Los más de los creyentes (en su
mayoría analfabetos bíblicos) deberían tener en cuenta estas
apreciaciones antes de taparse los oídos y abrir la boca. Por su parte,
los seudohumanistas (la mayoría de ellos cristianos convencidos) y su
inagotable afán de protagonismo, deberían cavilar seriamente el asunto y
dejar de decir perogrulladas como: la vida humana es inviolable,
inalienable, imprescriptible… ¡Ojalá pudieran ver el manto de
contradicción que los envuelve… pero no! La estulticia siempre les dará
la “razón” y proclamarán a viva voz: “Nosotros somos los paladines de la
moral y los Derechos Humanos; protegemos la vida humana del delincuente
y resguardamos su inviolabilidad, aunque eso signifique sacrificar a
miles de víctimas cada año. Nosotros, los seudohumanistas, consideramos
aborrecible y peligrosa la pena de muerte. No nos podemos fiar de los
jueces que, de forma irreversible, podrían condenar a muerte a algún
inocente. Y, por último, creemos que nuestras conjeturas y
generalizaciones son bastante plausibles”.
Asumir una posición
inflexible e indiferente con nuestra realidad es un acto nefasto que
ningún movimiento hippie, ley moral o creencia religiosa pueden justificar. La oposición estúpida de los abolicionistas y
de los irreligiosos de cualquier iglesia en contra de la pena de
muerte, es una ignominiosa falta hacia la conciencia de la sociedad y un
descarado irrespeto por las incontables víctimas que la delincuencia
cobra cada día.