Su dios no es el ser vigoroso y potente, el dios brutalmente positivo de la teología. Es un ser nebuloso, diáfano, ilusorio, de tal modo ilusorio que cuando se cree palparle se transforma en Nada; es un milagro, un fuego fatuo que ni calienta ni ilumina. Y sin embargo sostienen y creen que si desapareciese, desaparecería todo con él. Son almas inciertas,enfermizas, desorientadas en la civilización actual, que no pertenecen ni al presente ni al porvenir, pálidos fantasmas eternamente suspendidos entre el cielo y la tierra, y que ocupan entre la política burguesa y el socialismo del proletariado absolutamente la misma posición. No se sienten con fuerza ni para pensar hasta el fin, ni para querer, ni para resolver, y pierden su tiempo y su labor esforzándose siempre por conciliar lo inconciliable... Ninguna discusión con ellos ni contra ellos es posible. Están demasiado enfermos.
No es sólo en interés de las masas, es en el de la salvación de nuestro propio espíritu que debemos esforzarnos en comprender la génesis histórica de la idea de dios, la sucesión de las causas que desarrollaron y produjeron esta idea en la conciencia de los hombres. Podremos decirnos y creernos ateos: en tanto que no hayamos comprendido esas causas, nos dejaremos dominar más o menos por los clamores de esa conciencia universal de que no habremos sorprendido el secreto; y, vista la debilidad natural del individuo aun del más fuerte ante la influencia omnipotente del medio social que lo rodea, corremos siempre el riesgo devolver a caer tarde o temprano, y de una manera o de otra, en el abismo del absurdo religioso. Los ejemplos de esas conversiones vergonzosas son frecuentes en la sociedad actual.
He dicho ya la razón práctica principal del poder ejercido aun hoy por las creencias religiosas sobre las masas. Estas disposiciones místicas no denotan tanto en sí una aberración del espíritu como un profundo descontento del corazón. Es la protesta instintiva y apasionada del ser humano contra las estrecheces, las chaturas, los dolores y las vergüenzas de una existencia miserable. Contra esa enfermedad, he dicho, no hay más que un solo remedio: es la revolución social.
Todas las religiones, con sus dioses, sus semidioses y sus profetas, sus mesías y sus santos, han sido creadas por la fantasía crédula de los hombres, no llegados aún al pleno desenvolvimiento y a la plena posesión de sus facultades intelectuales; en consecuencia de lo cual, el cielo religioso no es otra cosa que un milagro donde el hombre, exaltado por la ignorancia y la fe, vuelve a encontrar su propia imagen, pero agrandada y trastrocada, es decir, divinizada. La historia de las religiones, la del nacimiento, de la grandeza y de la decadencia de los dioses que se sucedieron en la creencia humana, no es nada más que el desenvolvimiento de la inteligencia y de la conciencia colectiva de los hombres. A medida que, en su marcha históricamente progresiva, descubrían, sea en sí mismos, sea en la naturaleza exterior, una fuerza, una cualidad o un gran defecto cualquiera, lo atribuían a sus dioses, después de haberlos exagerado, ampliado desmesuradamente, como lo hacen de ordinario los niños, por un acto de su fantasía religiosa. Gracias a esa modestia y a esa piadosa generosidad de los hombres creyentes y crédulos, el cielo se ha enriquecido con los despojos de la tierra y, por una consecuencia necesaria, cuanto más rico se volvía el cielo, más miserable se volvía la tierra. Una vez instalada la divinidad, fue proclamada naturalmente la causa, la razón, el árbitro y el dispensador absoluto de todas las cosas: el mundo no fue ya nada, la divinidad lo fue todo; y el hombre, su verdadero creador, después de haberla sacado de la nada sin darse cuenta, se arrodilló ante ella, la adoró y se proclamó su criatura y su esclavo. El cristianismo es, precisamente, la religión por excelencia, porque expone y manifiesta, en su plenitud, la naturaleza, la propia esencia de todo sistema religioso, que es el empobrecimiento, el sometimiento, el aniquilamiento de la humanidad en beneficio de la divinidad.
MIJAIL BAKUNIN - "DIOS Y EL ESTADO"