
La doctrina cristiana implicaba una revolución social. En efecto, afirmaba por vez primera no que el alma existe (lo que no la hubiese hecho original), sino que todos poseen una idéntica al nacer. Los hombres de la cultura antigua, que si nacían en una religión era por nacer en una patria, tendían más bien a pensar que, al adoptar un comportamiento caracterizado por el rigor y el dominio sobre sí mismos, podría ocurrir que llegasen a forjarse un alma, pero que ésta era una suerte sin duda reservada a los mejores. La idea de que todos los hombres pudiesen ser gratificados con ella de un modo indiferente y por el solo hecho de existir les resultaba chocante. El cristianismo sostenía, por el contrario, que todo el mundo nacía con un alma, lo que equivalía a decir que los hombres nacían iguales ante Dios.
Por otra parte, en su rechazo del mundo, el cristianismo se presentaba como heredero de una vieja tradición bíblica de odio a los poderosos, de exaltación sistemática de los «humildes y los pobres» (anavim ébionim), cuyo triunfo y desquite sobre las civilizaciones inicuas y orgullosas habían anunciado profetas y salmistas. En el Libro de Enoc, muy divulgado en el siglo I en los medios cristianos (se le cita en las epístolas de Judas XV, 4, y de Bernabé: XV), se lee: «El Hijo del hombre hará levantar a los reyes y los poderosos de sus lechos y a los fuertes de sus sitiales; quebrará su fuerza... Derribará a los reyes de sus tronos y de su poder. Hará volver la cara a los fuertes, y los cubrirá de vergüenza...» (Enoc XLVI, 4-6). Jeremías se complace en imaginar a las futuras víctimas en forma de animales de matadero: «Sepáralos, ¡oh Yavé!, como ovejas para el matadero y resérvalos para el día de la matanza.» (Jer. XII,3.) A las mujeres de los poderosos, a las que llama «vacas de Basán» (Am. IV, I), Amós les predice: «Yavé ha jurado por su santidad: Vendrán días sobre vosotras en que os levantarán con anzuelos, ya vuestra descendencia con arpones de pesca.» (IV, 2). Los salmos esbozan el principio de la lucha de clases, y el mismo espíritu inspirará «a los primeros grupos de cristianos y más tarde a las órdenes monásticas» (A. Causse,op.cit.). «En el fondo, no hay en los salmos más que un solo tema –dice Isidore Loeb-, que es la lucha del pobre contra el malvado, y su triunfo final gracias a la protección de Dios, que ama al uno y detesta al otro.» (Littérature des pauvres dans la Bible).
El pobre es siempre víctima de una injusticia. Se le llama el Humilde, el Santo, el Justo, el Piadoso. Es desgraciado, presa de todos los males; está enfermo, inválido, solo, abandonado, relegado a un valle de lágrimas, riega su pan con lágrimas, etc. Pero soporta su dolor, lo busca incluso, porque sabe que tales pruebas son necesarias para su salvación, que cuanto más humillado sea más triunfará, cuanto más sufra más verá un día sufrir a otros. En cuanto al malvado, es rico, y su riqueza siempre es culpable. Es feliz, construye ciudades, desempeña funciones sociales preeminentes, manda los ejércitos; pero en la misma proporción en que domina será un día castigado. «Tal es el ideal social del profetismo judío -dice Gérard Walter-: una especie de nivelación general que hará desaparecer toda distinción de clase y conducirá a la creación de una sociedad uniforme, de la que estará proscrito todo privilegio, cualquiera que sea. Este sentimiento igualitario, llevado a sus últimos límites, va unido al de la animosidad irreductible contra los ricos y los poderosos, que no serán admitidos en el futuro reino. La humanidad ideal de los tiempos que se anuncian comprenderá a todos los justos sin distinción de credo ni nacionalidad.» (Les origines du communisme, Payot, 1931). El segundo libro de los Oráculos sibilinos pinta a la humanidad regenerada en una nueva Jerusalén bajo un régimen estrictamente comunista: «Y la tierra será común a todos, no habrá ya ni muros ni fronteras. Todos vivirán en común y la riqueza será inútil. Entonces ya no habrá ni pobres ni ricos, ni tiranos ni esclavos, ni grandes ni pequeños, ni reyes ni señores, sino que todos serán iguales.» (Or. sib. II, 320-326).
La armoniosa sociedad romana es declarada sin excepción culpable, pues su resistencia a las exigencias monoteístas, sus tradiciones, su modo de vida, son otras tantas ofensas a las leyes del socialismo celestial. Y como culpable, debe ser castigada; es decir, destruida. La literatura cristiana de los dos primeros siglos exhala, como una larga queja, su rosario de anatemas. Con febril impaciencia, los apóstoles predican la "hora de la venganza», «para que se cumplan todas las cosas que están escritas» (Lucas XXI, 22).
Anuncian, como lo harán tras ellos los padres de la Iglesia, la inminencia del desquite, de la «gran noche», en que todo quedará patas arriba. La epístola de Santiago contiene una llamada a la lucha de clases: «¡Vamos ahora, ricos! Llorad y aullad por las miserias que os vendrán. Vuestras riquezas están podridas y vuestras ropas están comidas por la polilla.» (V,1-2). Santiago, que ha leído el Libro de Enoc, anuncia terribles torturas a ricos y paganos. Imagina el juicio final como un «toque a degüello», «una especie de inmenso matadero al que serán arrastradas por millares las personas acomodadas, bien gordas y lucidas y con todas sus riquezas encima, y el júbilo le invade al saborear la perspectiva de verlos ir uno a uno devolviendo lo mal adquirido antes de pasar a alimentar con su grasa la formidable carnicería que entrevé en sueños» (Gérard Walter,op.cit.). Sobre todo, acusa a los ricos de deicidio: «Condenasteis y matasteis al Justo.» (V, 6.) Esta tesis, que hace a Jesús la víctima, no de un pueblo, sino de una clase, no tardará en hacerse popular. Tertuliano escribe: «Los tiempos están maduros para que Roma acabe entre las llamas. Va a recibir el salario que sus obras han merecido» (De la oración, 5). El Libro de Daniel, escrito entre 167 y 165 antes de nuestra era, y el Apocalipsis de san Juan son las dos grandes fuentes en que bebe este santo furor. San Hipólito (hacia 170-235), en su Comentario sobre Daniel, sitúa el fin de Roma hacia el año 500 y lo atribuye al auge de las democracias: «Los dedos de los pies de la estatua del sueño de Nabucodonosor representan las democracias que se avecinan, y que se separarán unas de otras como los diez dedos de la estatua, en los que el hierro estará mezclado con arcilla.» Hacia 407, san Jerónimo, en otro Comentario sobre Daniel, define el fin del mundo como «el tiempo en que el reino de los romanos deberá ser destruido». Otros autores repiten tales profecías: Eusebio, Apolinar, Metodio de Olimpo... El ardor revolucionario contra Roma, «ciudad maldita», «nueva Babilonia», «gran ramera», no conoce límites. La urbe es el último avatar de Leviatán y Behemot.
El Deuteronomio mandaba a los servicios de Dios degollar a las poblaciones incrédulas e incendiar sus ciudades en honor de Yavé, y Jesús había repetido la imagen: «El que en mí no permanece, será echado fuera como sarmiento que se seca, y lo recogen y lo echan al fuego y arde.» (Juan XV, 6). Y, en efecto, desde Roma hasta las hogueras de la Inquisición, es mucho lo que va a arder. La sagrada piromanía se ejercitará sin descanso. «Esta idea (que el mundo de los impíos será destruido por el fuego) -dice Bouché-Leclercq- la habían recibido los cristianos de los videntes judíos, de aquellos profetas y sibilistas que invocaban tan pronto al rayo como a la tea, al hierro como al fuego sobre las ciudades y los pueblos enemigos de Israel. Jamás la imaginación ha quemado tanto como en las profecías de Isaías y de Ezequiel, la más rica colección de anatemas que haya dado nunca la literatura religiosa.» «En esta opinión de un incendio general -añade Gibbon- la fe de los cristianos venía a coincidir con la tradición oriental (...).
[…]
El parentesco entre ambas coyunturas, el paralelo que tan a menudo se traza entre aquellas condiciones y las que hoy prevalecen, lo hace profundamente actual. Por la demás, son muchos los que admiten, con Louis Rougier, que «la ideología revolucionaria, el socialismo, la dictadura del proletariado, se derivan del pauperismo de los profetas de Israel. En la crítica de los abusos del antiguo régimen por los oradores de la Revolución, en el proceso al régimen capitalista por los comunistas de nuestros días, resuena el eco de las furibundas diatribas de Amós y Oseas contra la marcha de un mundo en el que la insolencia del rico oprime al justo y desuella al pobre; como resuenan también los ásperos vituperios de la literatura apocalíptica judía y cristiana contra la Roma imperial» (op. cit.).
A un Celso no le sería difícil identificar todavía hoy a «una nueva raza de hombres, nacidos ayer, sin patria ni tradiciones..., coligados contra todas las instituciones..., perseguidos por la justicia..., facciosos que pretenden hacer rancho aparte... y se glorían de la común execración». Otra vez, en el mundo occidental, unos fanatici, que a veces viven «en comunidad», verdaderos apátridas, hostiles a toda estructura ordenada, a toda ciencia, a toda jerarquía o frontera, a toda selección, se separan del mundo y denuncian a la «Babilonia» de los tiempos modernos. Al modo como las primeras comunidades cristianas proclamaban la abolición de todas las categorías naturales en beneficio exclusivo de la ecclesia de los creyentes, hoy se extiende un neocristianismo que anuncia el inminente advenimiento de una nueva parusía, de un mundo igualitario unificado por la superación de las «viejas querellas», la socialización del Amor y la huida hacia adelante en la demora de lo «social». El 30 de diciembre de 1973, el hermano Roger Schutz, prior de Taizé, declaraba: «Por encima de todo, tiene que haber Amor, porque el Amor es quien nos da unidad». El cristianismo antiguo rechazaba el mundo. La Iglesia de la época clásica distinguía el orden de lo alto del de aquí abajo. El neocristianismo, trasladando audazmente sus esperanzas seculares del cielo a la tierra, laiciza su teodicea. Ya no celebra las nupcias solemnes de los conversos con el Esposo místico, sino los desposorios de Cristo y la humanidad por intercesión del Espíritu universal del socialismo. También él rechaza el mundo, pero sólo el actual, afirmando que puede ser «cambiado», que debe sucederle otro y que la unión mesiánica de los «desfavorecidos» puede, mediante su inteligente intervención, realizar aquí abajo el viejo sueño de los profetas de la Biblia: detener la historia y hacer que desaparezcan injusticias, desigualdades y tensiones: «Hoy más que nunca, el espíritu griego, convertido en espíritu científico, y el espíritu mesiánico, transformado en espíritu revolucionario, se oponen de modo irreductible. La existencia de unos sectarios y fanáticos en frío a quienes la participación subjetiva en un cuerpo de verdades reveladas, en una gnosis, da, a sus propios ojos, derechos sobre todo y sobre todos, derecho a hacerlo todo y permitírselo todo, persiste en plantear una cuestión de vida o muerte a una sociedad que está al borde, no ya de la guerra de religión, sino de una forma cercana a esa plaga histórica: la guerra de civilización.» (Jules Monnerot, Sociologie de la révolution, Fayard, 1969).
Engels, que nos recuerda que, «como todos los grandes movimientos revolucionarios, el cristianismo fue obra de las masas populares», notó también el parentesco entre ambas doctrinas: la misma certidumbre mesiánica, la misma esperanza escatológica, la misma concepción de la verdad (bien percibida por O. Tillich), etc. En el cristianismo primitivo, ve «una fase totalmente nueva de la evolución religiosa, llamada a convertirse en uno de los elementos más revolucionarios de la historia del espíritu humano» («Contribution a l'histoire du christianisme primitif», en Marx y Engels, Sur la religion, selección de textos, Ed. Sociales, 1960)
El Evangelio (la pastoral) se separa cada vez más de la Iglesia (la dogmática). Pero se trata de una simple repetición: se tiende a hacer volver a los católicos a las condiciones «revolucionarias» en y por las que fue creado el cristianismo primitivo. De ahí el interés de la ojeada histórica que, mostrándonos lo que ocurrió, nos dice al mismo tiempo lo que nos espera.
Alain de Benoist