...Olvidan que el hombre no es un ser aislado. No pensamos, ni sentimos, ni actuamos solos. Somos seres ligados a otros seres con quienes constituimos la humanidad que nos constituye como hombres. Toda religión es religión compartida: no hay religión sin correligionarios. La relación del hombre con Dios es relación de un grupo social con ese Dios. Y el grupo no procede en función de la inteligencia, ni de la voluntad, ni del sentimiento individual; es una realidad superior a cada uno de sus integrantes, a quienes impone ideas, sentimientos, actos. La relación con Dios no se da en la soledad sino en la colectividad. No hay religión sino correligión, porque o cual la tinta de los sabios vale más que la sangre de los mártires.
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...Únicamente la horda, el clan, la tribu…, la humanidad, tienen existencia real y concreta. El hombre —los hombres: tú, yo— nada es, ni nada importa: a nada puede aspirar, a nada debe aspirar; ni por sí mismo, ni para sí mismo. No hay más salvación que la salvación gregaria de la societas. La soledad está prohibida y condenada. No hay beata solitudo. Únicamente hay... ¡beata multitudo!
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...El ser supremo se convierte entonces en un no ser, en una nada que no sólo no tolera afirmación alguna, sino que ni siquiera admite ninguna negación y hasta deja de ser un no ser e impone a la inteligencia la humillación del silencio.
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La voluntad sufre, ante Dios, el mismo desconcierto, porque Dios le ofrece la paradoja evangélica de "la mejilla izquierda" y el "no he venido a meter paz sino espada"; la paradoja coránica del "apresadlos y matadlos dondequiera que los halléis" y el "matar a un hombre es como matar a todo el género humano"; la paradoja krishnaíta del "¡Renuncia al fruto de las obras!" y el "¡Combate, porque si mueres ganarás el cielo y si vences poseerás la tierra!" Y las paradojas del cielo que "padece fuerza" y sin embargo exige la renuncia a toda acción; de la libertad y la predestinación; del mérito y la gracia.
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El grupo, la iglesia, quiere ser compacta, como de piedra que nunca habrá de resquebrajarse; quiere contraponer la unidad de su naturaleza sagrada a la pluralidad profana de los individuos que permanecen fuera de ella; pero, sin embargo, crea en su propio seno nuevos grupos, cada uno de los cuales parece querer salvar el cuerpo místico amenazado, y así sucesivamente, hasta disgregarse en una nueva pluralidad de individuos que optan por la vida monástica o por la soledad ascética y dejan de participar, perdidos en los desiertos, en la brega mundana de la comunidad a la que, sin embargo, siguen considerándose misteriosamente unidos. La iglesia es siempre paradójica: se afirma como sociedad religiosa cuyo reino no es de este mundo; pero intenta, a pesar de ello, su conquista; y en los momentos más difíciles recurre, para ello, a quienes han abandonado el mundo, como sucedió con aquel Bernardo de Pisa que fue sacado de su celda monástica y llevado a palacio y vestido de púrpura para que pusiese "cepo a los reyes" y "esposas a los nobles".
Ya se trate del pensamiento, o del sentimiento, o de la voluntad del individuo o del grupo, la relación con Dios aparece siendo siempre un desafío a todos los esquemas de la vida común, y exige que nos perdamos y lo perdamos todo si queremos encontrarnos y encontrarlo todo: perder todo conocimiento, para encontrarlo en la ignorancia; perder toda posesión, para encontrarla en la renuncia; perder todo amor, para encontrarlo en el tedio; perder toda solidaridad, para encontrarla en la soledad. Y todas estas paradojas se reducen a una sola, que la vieja sabiduría taoísta encerró en su fórmula del wu wei: "No hay nada que el no hacer no haga".
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Pero esta letanía no alcanzaba a ahogar la otra, la del "Creo, Señor: ayuda mi incredulidad". ¿Por qué, si existe lo contingente —lo que hubiera podido no existir— ha de existir lo forzoso —lo que no hubiera podido no existir—? Existe lo contingente; y eso es todo... ¿Por qué, si existe la imperfección, ha de existir lo perfecto? Existe la imperfección; y eso es todo... ¿La armonía del universo? ¿El mundo, sometido a número, peso y medida? Sí. Pero ¿y todos los horrores de la vida?; ¿y todos los horrores de la historia? ¿Se resuelven, al final, en una armonía tan serena como la de los astros? Al final, tal vez; pero ¿mientras se los sufre? ¿Nada importa ese sufrimiento?; ¿nada significa ese horror? ¿El pretendido orden del universo no es la suprema amoralidad, la suprema indiferencia ante los sufrimientos de las criaturas? ¿Sólo nos ha de interesar esa armonía final del cosmos?; ¿hemos de prescindir de nosotros mismos, criaturas dolientes y angustiadas?... Queda la otra ley, en nosotros: la ley moral. Sí. Pero esa ley moral ¿es tal ley?; ¿tiene la universalidad de la ley que parece regir el juego de los astros?
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Cualquiera de las demostraciones de la existencia de Dios puede llegar a convencernos. Pero lo que esas demostraciones no consiguen es persuadirnos, es decir, mover nuestro ánimo y transformar nuestra existencia. La demostración de que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos nos convence porque satisface a nuestra inteligencia: no nos queda duda alguna de que eso es "cierto". Pero eso que nuestra inteligencia acata sin rebeliones, eso que es "cierto", no compromete nuestro futuro, no nos obliga a rever toda nuestra vida; después de la demostración del teorema, seguimos siendo quienes éramos, aunque tengamos un "conocimiento" más. Lo mismo sucede con las demostraciones de la existencia de Dios: después de entenderlas, aun cuando no tengamos nada que objetar a ellas, seguimos siendo quienes éramos. Esas demostraciones no "convierten" a nadie, como a nadie convierte el teorema de Pitágoras. Y el hecho de que un mismo filósofo o teólogo multiplique las demostraciones de la existencia de Dios prueba que no confía en la eficacia de ninguna de ellas, pues si creyese en su eficacia una sola demostración le bastaría. A lo que ya se ha demostrado, ninguna nueva demostración puede agregar nada. ¿Por qué, entonces, esa multiplicación? Las demostraciones no se refuerzan las unas a las otras, pues cada una de ellas es considerada suficiente. Si se las multiplica es porque se advierte su insuficiencia insanable: convencen, pero no persuaden. Diríase que lo que mediante la multiplicación se persigue es provocar como por agobio el rendimiento de nuestro ánimo y la conversión de nuestra vida.
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La realidad del dolor es el argumento invocado también muchas veces en Occidente, y tiene su más dramática expresión en el Libro de Job. Ante la presencia del dolor, y más aún del dolor injusto —que es la forma suprema del mal—, Job, desconcertado, clama desde sus tinieblas. Ha resuelto, víctima inocente, "no detener su boca" y "hablar con toda la amargura de su alma". ¿Qué Dios es ese Dios que lo ha sumido en las tinieblas?; ¿qué Dios ese Dios para quien todo es posible y que no impide el dolor de los hombres y el dolor aún más tremendo de los justos? ¿Por qué ese Dios no se apiada de nuestra debilidad?; ¿por qué nos sacó de su seno, donde éramos inocentes como niños, para abandonarnos, como débiles pajuelas, a los vientos de la adversidad? ¿Y por qué juzga nuestros actos? ¿No merece, ese Dios que cuenta nuestros pecados, ese Dios, que nos mira y al que nunca podemos mirar cara a cara sin morir, ser llamado a juicio? Eso clama Job: "¡Ojalá se hiciera el juicio entre Dios y el hombre, como se hace el de un hijo del hombre con su compañero!" No hay más juez que Dios. Eso parece justo, supremamente justo. Sin embargo ¿no es eso la injusticia misma?
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Ante la realidad del dolor inmerecido, el hombre ha tenido que optar o por la soberbia que desafía a Dios y reniega de su justicia, o por la humildad que ante los designios del Deus absconditus se resigna, "envuelta en tinieblas como en pañales de infancia", a ser "un alma que llora sobre sí misma".
Esa alma que llora sobre sí misma, en vez de escrutar los designios divinos, escruta entonces sus propias tinieblas, y se descubre pecadora, y siente que su existencia ha sido como la violación de una ley. En los lúcidos momentos de vigilia, en los oscuros momentos del sueño, en los crepusculares momentos de la imaginación, ha venido, desde la infancia, incurriendo en pecado: secreta o abiertamente, ha ido contra una ley misteriosa que, a diferencia de las leyes humanas, no puede ser violada impunemente; y que, también a diferencia de esas leyes humanas, no admite burla ni escarnio. En las leyes humanas, la violación, confesada, se convierte en delito y acarrea sanción. Pero esta otra es una ley paradójica donde la confesión parece bastar, por sí sola, para eximir de la culpa.