"UN BLOG PARA TODOS Y PARA NADIE

Bienvenidos:

Este es un blog dedicado a mí mismo, poco me importa si leen o no mis publicaciones. "Yo soy pretil junto a la corriente. ¡Agárreme el que pueda! Pero yo no soy vuestra muleta".

Sepan que he invertido cierta parte de mi tiempo en elaborar las publicaciones de este blog y si le sirve de provecho a alguien, ¡enhorabuena!

Los creyentes fanáticos e intolerantes no son bienvenidos en este lugar, vayan a arrojar sus inmundicias a otra parte (tampoco responderé a sus tonterías), pues yo "sé que me cortaron las alas, mas eso no me impedirá elevarme por encima del cielo".

Los predicadores de cualquier índole religiosa, son mis enemigos, y con esto no me refiero a las víctimas de la religión ni a los cristianos liberados, quienes creen en dios según su capricho; tampoco a los que no leen o interpretan las "sagradas" escrituras según su conveniencia. Tengo aún menos consideración por quienes asisten a "retiros espirituales" y "misas" con el único fin de "evangeligar". Estos no son mis enemigos, a lo mucho son comediantes de la "divinidad".

Recomiendo a mi reducido número de lectores un poco de paciencia, ya que encontrarán algunas publicaciones extensas. "¡No arrojes al héroe que hay en tu alma! ¡Conserva santa tu más alta esperanza!"

Por último, quiero proclamar, en nombre del conjunto gregario humano, lo siguiente:

"Creo en la redención de la humanidad: la detonación de la bomba del juicio final".

sábado, 27 de agosto de 2011

EL HOMBRE Y DIOS



...Olvidan que el hombre no es un ser aislado. No pensamos, ni sentimos, ni actuamos solos. Somos seres ligados a otros seres con quienes constituimos la humanidad que nos constituye como hombres. Toda religión es religión compartida: no hay religión sin correligionarios. La relación del hombre con Dios es relación de un grupo social con ese Dios. Y el grupo no procede en función de la inteligencia, ni de la voluntad, ni del sentimiento individual; es una realidad superior a cada uno de sus integrantes, a quienes impone ideas, sentimientos, actos. La rela­ción con Dios no se da en la soledad sino en la co­lectividad. No hay religión sino correligión, porque o cual la tinta de los sabios vale más que la sangre de los mártires.
[...]
...Únicamente la horda, el clan, la tribu…, la humanidad, tienen existencia real y concreta. El hombre —los hombres: tú, yo— nada es, ni nada importa: a nada puede aspirar, a nada debe aspirar; ni por sí mismo, ni para sí mismo. No hay más salvación que la salvación gregaria de la societas. La soledad está prohibida y condenada. No hay beata solitudo. Únicamente hay... ¡beata multitudo!
[...]
...El ser supremo se convierte entonces en un no ser, en una nada que no sólo no tolera afirmación alguna, sino que ni siquiera admite ninguna negación y hasta deja de ser un no ser e im­pone a la inteligencia la humillación del silencio.
[...]
La voluntad sufre, ante Dios, el mismo desconcierto, porque Dios le ofrece la paradoja evangélica de "la mejilla izquierda" y el "no he venido a meter paz sino espada"; la paradoja coránica del "apresadlos y matadlos dondequiera que los halléis" y el "matar a un hombre es como matar a todo el género humano"; la paradoja krishnaíta del "¡Renuncia al fruto de las obras!" y el "¡Combate, porque si mueres ganarás el cielo y si vences poseerás la tierra!" Y las paradojas del cielo que "padece fuerza" y sin embargo exige la renuncia a toda acción; de la libertad y la predestinación; del mérito y la gracia.
[...]
El grupo, la iglesia, quiere ser compacta, como de piedra que nunca habrá de resquebrajarse; quiere contraponer la unidad de su naturaleza sagrada a la pluralidad profana de los individuos que permanecen fuera de ella; pero, sin embargo, crea en su propio seno nuevos grupos, cada uno de los cuales parece querer salvar el cuerpo místico amenazado, y así sucesivamente, hasta disgregarse en una nueva pluralidad de individuos que optan por la vida monástica o por la soledad ascé­tica y dejan de participar, perdidos en los desiertos, en la brega mundana de la comunidad a la que, sin em­bargo, siguen considerándose misteriosamente unidos. La iglesia es siempre paradójica: se afirma como socie­dad religiosa cuyo reino no es de este mundo; pero intenta, a pesar de ello, su conquista; y en los mo­mentos más difíciles recurre, para ello, a quienes han abandonado el mundo, como sucedió con aquel Ber­nardo de Pisa que fue sacado de su celda monástica y llevado a palacio y vestido de púrpura para que pu­siese "cepo a los reyes" y "esposas a los nobles".

Ya se trate del pensamiento, o del sentimiento, o de la voluntad del individuo o del grupo, la relación con Dios aparece siendo siempre un desafío a todos los esquemas de la vida común, y exige que nos perdamos y lo perdamos todo si queremos encontrarnos y encontrarlo todo: perder todo conocimiento, para encontrarlo en la ignorancia; perder toda posesión, para encontrarla en la renuncia; perder todo amor, para encontrarlo en el tedio; perder toda solidaridad, para encontrarla en la soledad. Y todas estas paradojas se reducen a una sola, que la vieja sabiduría taoísta encerró en su fórmula del wu wei: "No hay nada que el no hacer no haga".
Pero el hombre no se resigna a salvarse perdiéndose. La admonición que le exige renegar de sí mismo le suena a escándalo. ¿Cómo el homo sapiens habrá de resignarse a no saber?; ¿cómo habrá de deponer el orgullo de su inteligencia capaz de escrutarlo e iluminarlo todo? El hombre sabe que es posible, partiendo de los principios evidentes, emprender todas las aventuras del "por lo tanto". Sabe que esos "principios" y ese "por lo tanto" imponen un acatamiento absoluto; y, cuando se siente vacilar, recurre a ellos. Se diría que sospecha la deficiencia y la debilidad de su fe; y de ahí que confiese y clame, como en el episodio evangélico: "Creo, Señor: ayuda mi incredulidad".
 
La suya es una fe necesitada de socorro; una fe que le propone lo que ha de entender, pero sin ofrecérselo de modo inteligible —ftdes quaerens intellectum—, aun cuando sea también una fe sin la cual no es posible entender nada. El hombre necesita creer, para saber —credo ut intelligam—; pero la fe no es, ella misma, saber. Incrédula, la fe acicatea a la inteligencia: la insta a recurrir a aquellos "principios" y a valerse de aquel "por lo tanto". Acaso la inteligencia pueda darle el sostén que la afirme para siempre, y la claridad que la redima de sus tinieblas. Ésa es la humildad y al mismo tiempo la soberbia de la fe: humildad, porque se confiesa necesitada de socorro; soberbia, porque hay algo de lo que no duda: de que la inteligencia ha de venir a corroborarla.
[...]
Pero esta letanía no alcanzaba a ahogar la otra, la del "Creo, Señor: ayuda mi incredulidad". ¿Por qué, si existe lo contingente —lo que hubiera podido no existir— ha de existir lo forzoso —lo que no hu­biera podido no existir—? Existe lo contingente; y eso es todo... ¿Por qué, si existe la imperfección, ha de existir lo perfecto? Existe la imperfección; y eso es todo... ¿La armonía del universo? ¿El mundo, so­metido a número, peso y medida? Sí. Pero ¿y todos los horrores de la vida?; ¿y todos los horrores de la his­toria? ¿Se resuelven, al final, en una armonía tan se­rena como la de los astros? Al final, tal vez; pero ¿mientras se los sufre? ¿Nada importa ese sufrimien­to?; ¿nada significa ese horror? ¿El pretendido orden del universo no es la suprema amoralidad, la suprema indiferencia ante los sufrimientos de las criaturas? ¿Sólo nos ha de interesar esa armonía final del cosmos?; ¿hemos de prescindir de nosotros mismos, criaturas do­lientes y angustiadas?... Queda la otra ley, en nos­otros: la ley moral. Sí. Pero esa ley moral ¿es tal ley?; ¿tiene la universalidad de la ley que parece regir el juego de los astros?
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Cualquiera de las demostraciones de la existencia de Dios puede llegar a convencernos. Pero lo que esas demostraciones no consiguen es persuadirnos, es decir, mover nuestro ánimo y transformar nuestra existencia. La demostración de que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos nos convence porque satisface a nuestra inteligencia: no nos queda duda alguna de que eso es "cierto". Pero eso que nuestra inteligencia acata sin rebeliones, eso que es "cierto", no compromete nuestro futuro, no nos obliga a rever toda nuestra vida; después de la demostración del teorema, seguimos siendo quienes éramos, aunque tenga­mos un "conocimiento" más. Lo mismo sucede con las demostraciones de la existencia de Dios: después de en­tenderlas, aun cuando no tengamos nada que objetar a ellas, seguimos siendo quienes éramos. Esas demostra­ciones no "convierten" a nadie, como a nadie convierte el teorema de Pitágoras. Y el hecho de que un mismo filósofo o teólogo multiplique las demostraciones de la existencia de Dios prueba que no confía en la eficacia de ninguna de ellas, pues si creyese en su eficacia una sola demostración le bastaría. A lo que ya se ha demos­trado, ninguna nueva demostración puede agregar nada. ¿Por qué, entonces, esa multiplicación? Las demostra­ciones no se refuerzan las unas a las otras, pues cada una de ellas es considerada suficiente. Si se las multiplica es porque se advierte su insuficiencia insanable: con­vencen, pero no persuaden. Diríase que lo que me­diante la multiplicación se persigue es provocar como por agobio el rendimiento de nuestro ánimo y la conversión de nuestra vida.
[...]
La realidad del dolor es el argumento invocado también muchas veces en Occidente, y tiene su más dramática expresión en el Libro de Job. Ante la pre­sencia del dolor, y más aún del dolor injusto —que es la forma suprema del mal—, Job, desconcertado, clama desde sus tinieblas. Ha resuelto, víctima inocente, "no detener su boca" y "hablar con toda la amargura de su alma". ¿Qué Dios es ese Dios que lo ha sumido en las tinieblas?; ¿qué Dios ese Dios para quien todo es po­sible y que no impide el dolor de los hombres y el dolor aún más tremendo de los justos? ¿Por qué ese Dios no se apiada de nuestra debilidad?; ¿por qué nos sacó de su seno, donde éramos inocentes como niños, para abandonarnos, como débiles pajuelas, a los vientos de la adversidad? ¿Y por qué juzga nuestros actos? ¿No merece, ese Dios que cuenta nuestros pecados, ese Dios, que nos mira y al que nunca podemos mirar cara a cara sin morir, ser llamado a juicio? Eso clama Job: "¡Ojalá se hiciera el juicio entre Dios y el hombre, como se hace el de un hijo del hombre con su compa­ñero!" No hay más juez que Dios. Eso parece justo, supremamente justo. Sin embargo ¿no es eso la injusticia misma?
[...]
Ante la realidad del dolor inmerecido, el hombre ha tenido que optar o por la soberbia que desafía a Dios y reniega de su justicia, o por la humildad que ante los designios del Deus absconditus se resigna, "envuelta en tinieblas como en pañales de infancia", a ser "un alma que llora sobre sí misma".

Esa alma que llora sobre sí misma, en vez de es­crutar los designios divinos, escruta entonces sus pro­pias tinieblas, y se descubre pecadora, y siente que su existencia ha sido como la violación de una ley. En los lúcidos momentos de vigilia, en los oscuros momentos del sueño, en los crepusculares momentos de la imaginación, ha venido, desde la infancia, incurriendo en pecado: secreta o abiertamente, ha ido contra una ley misteriosa que, a diferencia de las leyes humanas, no puede ser violada impunemente; y que, también a diferencia de esas leyes humanas, no admite burla ni escarnio. En las leyes humanas, la violación, confesada, se convierte en delito y acarrea sanción. Pero esta otra es una ley paradójica donde la confesión parece bastar, por sí sola, para eximir de la culpa. 


Vicente Fatone, El hombre y Dios.

martes, 16 de agosto de 2011

LA PRÁCTICA GUERRERA POR F. NIETZSCHE



Por naturaleza soy belicoso. Atacar forma parte de mis instintos. Poder ser enemigo presupone tal vez una naturaleza fuerte; en cualquier caso es lo que ocurre en toda naturaleza fuerte. Ésta necesita resistencias y, por lo tanto, busca la resistencia: el pathos agresivo forma parte de la fuerza con igual necesidad con que el sentimiento de venganza y de rencor forma parte de la debilidad. La mujer, por ejemplo, es vengativa: esto viene condicionado por su debilidad, lo mismo que viene condicionado por ella su excitable sensibilidad para la indigencia ajena.

Mi relación con los seres humanos constituye para mí un reto considerable a mi paciencia.

Mi humanitarismo no consiste en simpatizar con el hombre tal y como éste es en realidad, sino en soportar el hecho de experimentar dicho sentimiento. Mi humanitarismo me obliga a estar constantemente venciéndome a mí mismo.

La fortaleza del agresor se mide, en cierto modo, por los adversarios que necesita; crecer es buscar un adversario -o un problema- más poderoso.

La cuestión no está en superar las resistencias en general, sino en superar aquéllas frente a las cuales hemos de recurrir a toda nuestra fuerza, a toda nuestra agilidad y a toda nuestra maestría en el dominio de las armas; en vencer a adversarios que sean iguales a nosotros.

La primera condición requerida para un duelo honrado es la igualdad con el enemigo".

No podemos luchar contra los que despreciamos; no debemos luchar con quién está a nuestras órdenes, con quien sabemos que se halla por debajo de nosotros.

Mi práctica guerrera se reduce a cuatro principios:

  1. Primero, sólo ataco lo que ya cuenta con alguna victoria, y a veces, espero que la consiga.
  2. Segundo, sólo ataco cuando me encuentro sin aliados, cuando estoy solo, cuando soy yo el único que se compromete.
  3. Tercero, no ataco nunca a personas; me sirvo sólo de la persona como una poderosa lente de aumento con la que se puede ver una situación general de peligro, que se halla oculta y es difícil de captar.
  4. Cuarto, sólo ataco aquello de lo que está excluida toda disputa personal, toda idea oculta de experiencias dolorosas.

"Para mí, atacar constituye una manifestación de benevolencia y, a veces, de agradecimiento".

"Honro y distingo una cosa o a una persona, al vincularlas con mi nombre. El hecho de que esté a su favor o en su contra, para mí es algo indiferente".

"Si yo hago la guerra al cristianismo, ello me está permitido porque por esta parte no he experimentado ni contrariedades ni obstáculos; los cristianos más serios han sido siempre benévolos conmigo. Yo mismo, adversario de rigueur (de rigor) del cristianismo, estoy lejos de guardar rencor al individuo por algo que es la fatalidad de milenios".

"Soy demasiado curioso, demasiado problemático, demasiado altanero para que me agrade una respuesta burda. Dios es una respuesta burda, una indelicadeza contra nosotros los pensadores; incluso en el fondo no es nada más que una burda prohibición que se nos hace: ¡no debéis pensar!"

"Muy pocos son independientes; éste es un privilegio de los fuertes. Y quién, sin necesidad, trata de serlo, aunque tenga todo el derecho a ello, demuestra no sólo que es fuerte, sino sumamente temerario".


lunes, 15 de agosto de 2011

LA SOLEDAD ARISTOCRÁTICA POR A. SCHOPENHAUER



  • "He buscado siempre la vida solitaria (los ríos, las camiñas y los bosques lo saben), para huir de esos ingenios deformes y miopes que han perdido el camino del cielo" Francesco Petrarca

Todos los miserables muestran una sociabilidad que causa lástima; en cambio, se conoce que un hombre es más noble cuando no halla distracción alguna con los demás, cuando prefiere más y más el aislamiento de su sociedad y adquiere con la edad insensiblemente la convicción de que, salvas raras excepciones, hay que escoger en el mundo entre la soledad y la vulgaridad. Ésta máxima, por dura que parezca, ha sido expresada por Ángel Silesio, a pesar de toda su caridad y ternura cristiana: "La soledad es penosa, sin embargo, si desechas la vulgaridad, podrás vivir en un desierto." En lo que concierne a los talentos eminentes, es muy natural que estos verdaderos educadores de todo género humano sientan también tan poca inclinación de ponerse en comunicación frecuente con los demás como pueda sentirse el pedagogo de mezclarse en los bulliciosos juegos del tropel de chicos que le rodea, porque han nacido para guíar a los demás hombres hacia la verdad sobre el océano de sus errores, para desviarles del abismo de su grosería y de su vulgaridad, para elevarles a la luz de la civilización y el perfeccionamiento, deben, es verdad, vivir entre ellos, pero sin pertenecerles realmente, se sienten, por consiguiente, desde su juventud criaturas sensiblemente diferentes; pero la convicción muy distinta en este punto sólo llega a ellos insensiblemente, a medida en que avanzan en edad; entonces cuidan de añadir la distancia física a la distancia intelectual que les separa del resto de los hombres y velan porque nadie, a menos que sea una excepción de la vulgaridad general, se les acerque demasiado.
Resulta de esto que el amor a la soledad no aparece directamente y en el estado de instinto primitivo, sino que se desarrolla indirectamente, en particular en los espíritus distinguidos, y progresivamente, no sin tener que dominar el instinto natural de la sociabilidad y aun que combatir a veces alguna sugestión mefistofélica:

  • "Deja de jugar con tu pesar que, semejante a un buitre, te roe la existencia; la peor compañía te hace sentir que eres un hombre con los hombres"
La soledad es el patrimonio de los espíritus superiores; les entristecerá a veces, pero la escogerán siempre como el menor de los males. Sin embargo, con los progresos de la edad, el sapere ande se hace cada vez más fácil y natural; a los sesenta años la inclinación a la soledad llega a ser completamente natural, casi instintiva. En efecto todo se reúne para favorecerla. Los resortes que empujan más enérgicamente a la sociabilidad, a saber el amor a las mujeres y el instinto sexual, no obran ya entonces; la desaparición del sexo hace aún nacer en el viejo cierta capacidad de bastarse a sí mismo, que poco a poco absorbe completamente al instinto social. Se despierta de sueños, decepciones y locuras; no hay ya planes ni proyectos que formar; la generación a que se pertenece realmente no existe; rodeada de una raza extraña, se halla el viejo objetiva y esencialmente aislado. Con esto se ha acelerado el vuelo del tiempo, y se le quisiera emplear aún intelectualmente. Porque, en este momento, con tal que la cabeza haya conservado sus fuerzas, los estudios de toda clase se han hecho más fáciles y más interesantes por la gran suma de conocimientos y experiencia adquirida, por la meditación, progresivamente más profunda de toda idea, así como la gran aptitud para el ejercicio de todas las facultades intelectuales. Se ve claro en infinitas cosas que antes estaban sumidas en inmensa niebla; se obtiene resultados y se siente enteramente la propia superioridad. Al cabo de una larga experiencia se ha dejado de esperar gran cosa de los hombres, puesto que a lo sumo no ganan con ser conocidos de cerca; se sabe más bien, salvo raras excepciones que no se encontrarán en la naturaleza humana sino ejemplares muy defectuosos y a los cuales vale más no tocar. No se está ya expuesto a las ilusiones ordinarias, se ve muy pronto lo que cada hombre vale, y rara vez se desea entrar en relación más íntima con él. En fin, cuando, sobre todo, se reconoce en la soledad una amiga de la juventud, el hábito del aislamiento y del comercio consigo mismo se ha implantado, y es entonces una segunda naturaleza. Así el amor a la soledad, esa cualidad que ha sido preciso conquistar en lucha contra el instinto de sociabilidad, es en adelante natural y simple; se está a gusto con la soledad como el pez en el agua. Así todo hombre superior que tiene una individualidad que no es semejante a la de los demás, y que, por consiguiente, ocupa un lugar único, se sentirá aliviado en su vejez por esta posición enteramente aislada, aunque haya podido ser por ella agobiado en su juventud.
Ciertamente cada cual no poseerá su parte de este privilegio real de la edad sino en la medida de sus fuerzas intelectuales; el talento eminente le adquirirá , pues, antes que todos los demás; pero, en menor grado, todos llegarán a adquirirle. Solamente las naturalezas más pobres y las más vulgares serán en la senectud tan sociables como antes.

  • "Todo el mundo sabe que se aligeran los males soportándolos en común; entre estos males parece que los hombres cuentan el aburrimiento y por esto se agrupan a fin de aburrirse juntos. Así como el amor a la vida no es en el fondo el temor a la muerte, así el instinto social de los hombres no es un sentimiento directo, es decir, no descansa sobre el amor a la sociedad, sino sobre el temor a la soledad, porque no es que se busca la bienhechora presencia de los demás; se huye más bien de la avidez y desolación del aislamiento, así como la monotonía de la propia conciencia; para huir de la soledad toda compañía es buena, aun la mala, y cada cual se somete con gusto a la fatiga y a la coacción que toda sociedad lleva necesariamente consigo. Pero cuando el disgusto de todo esto lleva la delantera ; cuando, como consecuencia, se está a la soledad y endurecido contra la impresión primera que produce, de tal modo que no se experimente esos efectos que ya hemos descrito antes, entonces se puede fácilmente permanecer siempre solo, no se suspirará ya más por el mundo, precisamente porque no es ya una necesidad directa y porque se está acostumbrado a la soledad y a sus propiedades bienhechoras" A. Schopenhauer.

Comentario:

Después de esta gran exposición de ideas del filósofo solitario por excelencia, Arthur Schopenhauer, debo señalar que no sólo los filósofos ubérrimos de la historia privilegian la soledad, sino también las "sagradas escrituras", que aconseja no sólo respecto de la soledad sino que se aventura también a aconsejar respecto a la sexualidad, enlazándolas equivocadamente. Para cerciorarse de mis afirmaciones pregúntenle a cualquier asceta cristiano sobre la unión mística con dios, aunque ya no existen ese tipo de ejemplares, sin embargo pueden encontrarlos en la historia o también en el budismo, en la realización del nirvana.

1 CORINTIOS 7; 32, 33, 34, 39 y 40.
  • 7; 32 Quisiera, pues, que estuvieseis sin congoja. El soltero tiene cuidado de las cosas del señor, de cómo agradar al señor;
  • 7; 33 pero el casado tiene cuidado de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer.
  • 7; 34 Hay asimismo diferencia entre la casada y la doncella. La doncella tiene cuidado de las cosas del señor, para ser santa así en cuerpo como en espíritu; pero la casada tiene cuidado de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido. 
  • 7;39 La mujer casada está ligada por la ley mientras su marido vive; pero si su marido muriere, libre es para casarse con quien quiera, con tal que sea en el señor.
  • 7; 40 Pero a mi juicio, más dichosa será si se quedare así y pienso que también yo tengo el espíritu de dios.

Parerga y Paralipómena - Aforismos sobre la sabiduría en la vida de Arthur Schopenhauer.